Tal día como ayer, 23 de enero, pero de 1810, hace ahora doscientos años, Córdoba era invadida por segunda vez por las tropas napoleónicas. Si la primera ocupación fue breve y brutal -diez días de junio de 1808-, esta segunda iba a ser muy larga, hasta septiembre de 1812, sería igual de dura y dejaría para la historia de la ciudad unos personajes, los afrancesados, de los que el obispo Trevilla fue uno de sus mayores exponentes.
Pedro Antonio de Trevilla Bollaín, había nacido en 1755 en Carranza (Vizcaya), fue canónigo en Toledo y obispo de Córdoba de 1805 a 1832, cuando falleció. Se le conoce, sobre todo, por su decreto de 1820 prohibiendo las procesiones de Semana Santa, reduciéndolas al Viernes Santo. Este decreto, carente de sentido y en contra del pueblo, no se aplicó en localidades como Cabra, Baena, Castro del Río, Fernán Núñez o Montemayor, por el entendimiento entre las autoridades locales, civiles y religiosas, pero en otros lugares, como Córdoba, se cumplió a rajatabla, quedando la capital sin procesiones durante cerca de treinta años.
La forma de ser de Trevilla ya se había manifestado en su forma acomodaticia de aceptar al invasor francés. Derrotadas las tropas españolas en la batalla de Ocaña (19 de noviembre de 1809) un ejército francés más poderoso que aquél que se rindiera en Bailén, volvía a cruzar Despeñaperros. Sin fuerzas para defenderse y, parece ser, recordando los saqueos y violencias de la primera ocupación, las autoridades cordobesas decidieron someterse de buen grado y abrir la puerta al general Víctor, que entró el citado 23 de enero de 1810.
Tres días después era el propio rey, José I Bonaparte, quien desde Madrid llegaba a Córdoba y era acogido con un recibimiento que ni él mismo, en sus mejores sueños, había imaginado: era recibido por el Ayuntamiento en la puerta de la ciudad y por el obispo y todo el clero en la Catedral. En ésta se le cantó un «Te Deum», el penitenciario Arjona, el mismo que había compuesto una poesía a Castaños, le declamó una oda y el obispo Trevilla le entregó las insignias francesas perdidas en Bailén.
Llama la atención la sumisión de la jerarquía eclesiástica cordobesa a los franceses, cuando la Guerra de la Independencia fue una guerra donde la religión jugó un papel fundamental. Para Napoleón, los españoles eran una «chusma de aldeanos dirigidos por una chusma de curas» y sus tropas se encargaron de saquear iglesias y suprimir conventos. Por su parte, el clero español mantuvo la lucha del pueblo desde el catecismo, «¿Es pecado asesinar un francés? No, padre; se hace una obra meritoria librando a la patria de esos violentos opresores», enseñaban los frailes en Puente Genil.
Sintonía con los franceses
En cambio, varios canónigos cordobeses colaboraron tanto con los franceses que José I les condecoró con la Orden Real y al terminar la ocupación marcharán por temor a represalias. Incluso para congraciarse con el ocupante, Trevilla nombró un canónigo francés y se celebraron oficios religiosos con motivo de las onomásticas de Napoleón y su hermano José. Y a éste, el obispo y cabildo le entregaron un millón de reales para financiar la guerra, convencidos de apoyar al bando ganador y considerando el levantamiento español como una sublevación del populacho.
En los dos años y ocho meses de ocupación, se construyó el primer cementerio extramuros de la ciudad, se realizó el primer plano urbano y se fundó la Academia, destacando un buen prefecto, Domingo Badía. Pero, a cambio, Córdoba conocería la opresión fiscal francesa y la represión, con ejecuciones en la plaza de la Corredera.
Cuando el 4 de septiembre de 1812 las primeras fuerzas españolas entran en una Córdoba abandonada por los franceses, serán recibidas con un «Te Deum» en la Catedral. Pero eso no librará a Trevilla de pasar una temporada en la cárcel y de su descrédito para siempre en la historia.
Pedro Antonio de Trevilla Bollaín, había nacido en 1755 en Carranza (Vizcaya), fue canónigo en Toledo y obispo de Córdoba de 1805 a 1832, cuando falleció. Se le conoce, sobre todo, por su decreto de 1820 prohibiendo las procesiones de Semana Santa, reduciéndolas al Viernes Santo. Este decreto, carente de sentido y en contra del pueblo, no se aplicó en localidades como Cabra, Baena, Castro del Río, Fernán Núñez o Montemayor, por el entendimiento entre las autoridades locales, civiles y religiosas, pero en otros lugares, como Córdoba, se cumplió a rajatabla, quedando la capital sin procesiones durante cerca de treinta años.
La forma de ser de Trevilla ya se había manifestado en su forma acomodaticia de aceptar al invasor francés. Derrotadas las tropas españolas en la batalla de Ocaña (19 de noviembre de 1809) un ejército francés más poderoso que aquél que se rindiera en Bailén, volvía a cruzar Despeñaperros. Sin fuerzas para defenderse y, parece ser, recordando los saqueos y violencias de la primera ocupación, las autoridades cordobesas decidieron someterse de buen grado y abrir la puerta al general Víctor, que entró el citado 23 de enero de 1810.
Tres días después era el propio rey, José I Bonaparte, quien desde Madrid llegaba a Córdoba y era acogido con un recibimiento que ni él mismo, en sus mejores sueños, había imaginado: era recibido por el Ayuntamiento en la puerta de la ciudad y por el obispo y todo el clero en la Catedral. En ésta se le cantó un «Te Deum», el penitenciario Arjona, el mismo que había compuesto una poesía a Castaños, le declamó una oda y el obispo Trevilla le entregó las insignias francesas perdidas en Bailén.
Llama la atención la sumisión de la jerarquía eclesiástica cordobesa a los franceses, cuando la Guerra de la Independencia fue una guerra donde la religión jugó un papel fundamental. Para Napoleón, los españoles eran una «chusma de aldeanos dirigidos por una chusma de curas» y sus tropas se encargaron de saquear iglesias y suprimir conventos. Por su parte, el clero español mantuvo la lucha del pueblo desde el catecismo, «¿Es pecado asesinar un francés? No, padre; se hace una obra meritoria librando a la patria de esos violentos opresores», enseñaban los frailes en Puente Genil.
Sintonía con los franceses
En cambio, varios canónigos cordobeses colaboraron tanto con los franceses que José I les condecoró con la Orden Real y al terminar la ocupación marcharán por temor a represalias. Incluso para congraciarse con el ocupante, Trevilla nombró un canónigo francés y se celebraron oficios religiosos con motivo de las onomásticas de Napoleón y su hermano José. Y a éste, el obispo y cabildo le entregaron un millón de reales para financiar la guerra, convencidos de apoyar al bando ganador y considerando el levantamiento español como una sublevación del populacho.
En los dos años y ocho meses de ocupación, se construyó el primer cementerio extramuros de la ciudad, se realizó el primer plano urbano y se fundó la Academia, destacando un buen prefecto, Domingo Badía. Pero, a cambio, Córdoba conocería la opresión fiscal francesa y la represión, con ejecuciones en la plaza de la Corredera.
Cuando el 4 de septiembre de 1812 las primeras fuerzas españolas entran en una Córdoba abandonada por los franceses, serán recibidas con un «Te Deum» en la Catedral. Pero eso no librará a Trevilla de pasar una temporada en la cárcel y de su descrédito para siempre en la historia.
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